sábado, 29 de noviembre de 2008

SONETO


Orgullosamente muestran su blancor,
Toscas coberturas de la piel obrera,
Sobre el blanco enjalbegado, cegador:
Telas rudimentarias, tapias someras.

Pobres gallardetes del humano ardor,
Lienzos pacientes que enjugan humores,
Lavados por manos de mujer/amor
Callosas de tanto aliviar dolores.

Retazos raídos de las lujurias
Simples y nocturnas; elementales/
Asuetos. Flores entre la penuria.

Su dueño ignorado araña jornales
Con mano sumisa: sin odio ni furia
Viste los colgajos íntimos y albares.

viernes, 14 de noviembre de 2008

LA OSCURIDAD

Como cada tarde, al comenzar la catarata de neones en la ciudad, el hombre abandona su trabajo en la luminosa oficina. Sistemático, organizado, mecánico en sus gestos, ordena sus papeles, comprueba una vez más que el ordenador está bien apagado, coloca los pequeños utensilios con esa precisión enfermiza que es el trasunto de su talante dogmático, rigurosamente cartesiano. Mira la fotografía de su familia -cuánto tiempo ha pasado desde entonces- y, pausadamente, con el ritmo monótono de la rutina sale del despacho.
El hombre vive solo, en un apartamento frío, pero confortable, próximo a la zona de negocios, donde trabaja. Le gusta caminar para volver a casa. En esos trazos de tiempo que son sus desplazamientos se siente como envuelto en una especie de humanidad prestada, ajena a su propia, casi yerta humanidad. Primero, al deambular por las calles vivamente iluminadas, retazos de conversaciones, alegres risas, van, como en un bombardeo previo, desmontando la entumecida rigidez de sus pensamientos, todos de orden práctico y vinculados a su trabajo. Luego cruza un parque, ya sombrío, y algún trino retardado de los escasos petirrojos le cala suavemente hasta la periferia del alma; a veces se estremece.
Hoy el hombre no percibe esas tibias sensaciones. Algo duro, opaco y frío parece envolverle en lugar de la cálida frazada de otros días. No hay risas; las luces se han entibiado y ningún travieso pajarillo rompe con un alegre gorjeo el melancólico caminar del hombre. Su sombra parece espesarse y agrandarse alrededor suyo. Es como si caminase pesadamente, con una dificultad cada vez mayor, por un pavimento de asfalto reblandecido, que lo succiona hacia algo que el hombre intuye como la nada.
La noticia le llegó cuando se enfrascaba en aquel informe que no conseguía hilvanar. Al parecer el coche no pudo evitar el impacto. Su ex-mujer falleció en el acto. Fue al salir de la escuela, a mediodía. Cuando colgó el teléfono sintió una especie de nebulosa en los ojos y una fría, plomiza lluvia dentro de su pecho. Pero se recuperó enseguida. El informe. Tenía que entregarlo antes de la noche.
Al llegar a casa no encendió la luz. La oscuridad de la noche se extendió también por todo su interior. Ahora no piensa. No siente. Es su propio cadáver, laxamente tendido en aquel cómodo sofá. Y en esa oscuridad en la que vive desde que ella lo abandonó-cuánto tiempo ha pasado desde entonces- se ha apagado una última, tenue lucecita.

lunes, 3 de noviembre de 2008

PRODUCTOS DE IMPORTACION

El detective Mcagüen contempló el borrón que lentamente iba extendiéndose en el centro del papel secante de su escritorio. Con su habitual parsimonia, Mcagúen volvió a colocar la caperuza de cierre a su estilográfica, mientras murmuraba: -" Hay que joderse con las estilográficas de los chinos, no valen ni para...".

Recorrió una vez más, perimetralmente, el estrecho cubículo que era su despacho, donde se apilaban sin el menor orden montañas de revistas, libros, botellas vacías y una retahíla de objetos diversos, en su mayoría inutilizados o absurdos, como paraguas, fotos antiguas de boxeadores y caballos y un pequeño búcaro en el que depositaba, con sorprendente asiduidad, las monedas de menos de cinco céntimos que podía recoger durante el día, como cambio en sus escuetas compras.


Finalmente, el detective Mcagüen se sentó en la extremidad menos atiborrada de la mesa de trabajo, no sin antes arrojar al suelo de un manotazo varios ejemplares del Código Civil que un cliente, en un rasgo de irónico desprecio, le envió como pago de honorarios. Decididamente, el detective no tenía sentido del humor.

Desde aquel improvisado asiento volvió a mirar la mancha de tinta que seguía ampliándose, concéntricamente, por la superficie del papel secante, mientras recordaba la noche anterior y la tormentosa escena con su amante del momento, la suave Molly.Molly con su molicie le enervaba y, a la vez, le excitaba las pasiones más protervas. -"Molly, me tienes hasta los c... ¿Cuándo te levantarás de la p... cama y limpiarás un poco la casa?"

"La casa" era el tabuco que le servía de despacho y una exigua (y contigua) habitación, en la que la Molly ejercitaba el mayor de sus placeres: dormir. La noche anterior, Mcagüen llegó bebido y con ganas de ejercer de macho con la Molly, pero ella dormía profundamente y no estaba por complacerle en sus elementales apetitos. Gritos, sollozos, golpes y, finalmente, la Molly rodó por el suelo como un guiñapo. Curiosamente, como ahora en el papel secante, un borrón de color rojo oscuro iba extendiendose por su raído camisón, entre sus pequeños pechos.

-"Hay que joderse, murmuraba entonces Mcagüen, estas p... estilográficas de los chinos no sirven para escribir, pero hay que ver cómo se clavan."-

Y trató de seguir escribiendo su declaración para la policía, esta vez con bolígrafo, antes de pegarse un tiro en la boca.

EL ICOSAEDRO


Cuando despertó el icosaedro yo aún seguía allí. Como cada mañana me saludó con sus veinte sonrisas, devolviéndome la que yo le dirigí. Me gusta, durante la noche, verlo brillar como un bello holograma iluminado por la amarillenta luz de las farolas. Me gusta el contraste de su figura rotunda, geométricamente pura, facetada como un extraño y gigantesco diamante, frente a un bargueño español del siglo XVIII, delicadamente tallado y con taraceas de marfil. Es -el bargueño- una joya proveniente, según la tradición familiar, de un antepasado, arcabucero que hizo fortuna en las colonias y que de vuelta a España mandó construir un hermoso palacio en la plaza mayor de su pueblo, deshabitándose ambos, el pueblo y el palacio, con el éxodo rural a las ciudades. Su último morador dicen que fue una vieja con aspecto de bruja, tatarabuela de mi generación, cuyo marido fue ajusticiado por persistir y no abjurar de determinadas ideas consideradas heréticas por los jueces eclesiásticos que le dictaron sentencia. Aunque por lo que he llegado a saber por los viejos pergaminos, carcomidos y polvorientos que aún existen en el archivo del palacio, donde románticamente viví muchas ensoñaciones en los veranos de mi juventud, realmente mi tatarabuelo fue un afrancesado, adicto a las ideas de la Revolución, execrado y arrinconado por sus paisanos que, además, lo envidiaban y codiciaban sus posesiones.


Un día llegué con mi icosaedro a casa. Mi situación era ya precaria y los últimos lujos familiares me fueron abandonando, uno a uno, en un incesante e irreversible desfile, camino de anticuarios poco escrupulosos, chamarileros y quincalleros que sacaron buenos dineros de mis necesidades. Pero hoy me resisto a desprenderme de esas dos últimas pertenencias. Sobre todo de la geometría singular, hermética, con la belleza de un sólido platónico de mi icosaedro. Durante estos años en los que hemos convivido ha sido testigo múltiple y solitario de mi decadencia y, conjugando soledades, hemos llegado a establecer una sintonía por encima de nuestras tan opuestas materialidades. En realidad, hace ya tiempo, el icosaedro me ha absorbido y ahora vivo en su interior, donde gozo de todas sus armonías, conozco y disfruto de todas las proporciones áureas de sus polígonos y puedo ver reflejado en mí ese mundo exterior, que me ha disuelto y rechazado, desde veinte perspectivas diferentes, algunas, incluso, optimistas.
Y es que realmente, ahora lo se, yo soy el icosaedro.

REGRESO

allí están la ciudad y los comienzos
allí empieza el final
-no ladres, perro-
me acerco cautelosamente
en la ciudad no hay otoños
no crujen mis pies descalzos
con las hojas moribundas
quiero llegar a la plaza de la pequeña iglesia
la que en su puerta tiene el eterno obituario
me acerco cautelosamente
pero las piedras no duermen
las piedras de la vieja torre
las piedras que dan paso a los carros trepidantes
las piedras que dan voz
a las aguas de la fuente
vigilan mi lento caminar
como una sombra desgajada
de alguien que no es
nunca visteis los ojos silenciosos de las piedras
pero ellos nos vigilan
sus retinas de sílice
están detrás de la fugaz lagartija
y contemplan cómo
me acerco a la plaza antigua
la de la pequeña iglesia
donde aún quedan los ecos de mis juegos
allí risas, allí el murmullo de las viejas
las ventanas con claras murallas de hierros
celan la luz y las miradas
detrás sigue estando ella
-o quizás no, es tan antigua la plaza-
llegué: aquí empieza el final
en las viejas piedras verdes
en el eco nocturno de las risas, de sus risas
quiero descansar detrás de las herradas ventanas
dormir en el vuelo de los vencejos
morir en el agua callada de la fuente
tumbarme al lado de ella
escuchar juntos el murmullo de las viejas
-pero, tal vez, ella no esté
es tan antigua la plaza-
descansar de mi pequeña muerte
y seguir de nuevo hasta el principio.



viernes, 17 de octubre de 2008

PASION EN EL SOTABANCO

No sólo fue su cuerpo al filo de aquel primer equinoccio. Es que aún quedaba brasa en mí y un poco de yesca oculta. O quizá fue que, aún negándola con la fuerza extranjera de un moribundo aferrado a sus últimos latidos, o la insistencia de su imagen en el fondo del espejo, renuente a abandonarla, la razón que me hizo dejar de nuevo la puerta abierta a su regreso.
Y otra vez mi madriguera recibió el regalo de su piel oscura y de sus labios empapados con el rancio sabor del trópico. De nuevo sus dedos cerraron delicadamente mis párpados para que la torpe escenografía no se inmiscuyese en el refinado desgranarse de su cuerpo sobre el mío. Así, la mies estaba dispuesta para su gozosa muerte.

No recuerdo si la luna, hierática y clara, nimbada con el halo frío de las noches de tragedia, recorría su curva, cotidiana trayectoria. Se que afuera estaba el mundo, el otro mundo que no era ella. Que llegaban hasta mí, apenas percibidos entre sus gemidos y los secos crujidos de las tablas, los apagados golpes de las olas contra el acantilado y que hicimos de ellos el bajo continuo de nuestra cantata de pasión.

Pero sí: la luna nos vigilaba con su ojo de lechuza. Ahora recuerdo el brillo de sus muslos sudorosos, muslos tersos y morenos, que la luz lunar había transfigurado con la extraña y lechosa coloración de las estatuas antiguas.

Apenas recuerdo nada más. Las sirenas del puerto próximo anunciaban roncamente el comienzo de una nueva jornada y la claridad del orto iba ocupando los más oscuros rincones de mi pobre cuarto. Zelinda, mi Venus provisional, transmutada nuevamente en la vecina de abajo, miró compasivamente mi cuerpo aovillado en el rincón del armario, aún borracho de lujuria y de aguardiente. "Espabile, doc. Son las seis y media y a las ocho tiene que estar en el hospital. ¿Quiere que vuelva esta noche?"

RECUERDOS...

Apoyándome en blandas geometrías
Arbitro y administro mis recuerdos.
Tus risas: collares de lucífugas falenas
Las noches boreales en que eras mía:
Vibrátil armonía de lavandas y luceros.
Tu mirada, huída con los últimos arpegios
Que volaron tras los otros,
Buscando los ruiseñores.
Tú y yo en la veranda. Al fondo el mar.
No me quedan más recuerdos.
Porque fuera de ti la vida sólo es tiniebla.

lunes, 13 de octubre de 2008

LA CASA

Quizás hacía mucho tiempo que estaba esperándome. Años de otoños habían resecado su tersura y lozanía.
La casa me encontró, sin advertirlo yo, a la vuelta de aquel recodo, en un estrecho sendero que nunca, antes, había transitado. A pesar de mi conocimiento de aquel bosque, por el que solía deambular sin rumbo fijo, sumido en mis cavilaciones o, simplemente, evadiéndome con vigorosas y generalmente felices ensoñaciones, jamás me había percatado de la existencia de aquella casa ni había oído hablar de su existencia. Bien es cierto que lo tupido del boscaje circundante y los restos de la antigua jardinería camuflaban a la perfección aquel rotundo caserón, de reminiscencias pala dianas, salvo por la carencia de perspectivas amplias que permitiesen al caminante gozar de sus bellas proporciones y de su elegante arquitectura.

Su aspecto abandonado, casi en ruinas, no lo hacía menos atractivo. Por la región existían varias de aquellas antiguas mansiones, rodeadas por lo general de amplios y bien cuidados campos de cultivo, a las que el paso del tiempo y el abandono de sus primeros ocupantes, en muchos casos labradores enriquecidos, cuyos descendientes vivían hoy en cómodos domicilios urbanos, los habían hecho devenir románticos despojos, en los que un halo de nostalgia envolvía los deteriorados estucos y el golpeteo accidental de alguna contraventana movida por el viento hacía pensar en los últimos latidos de un cuerpo de transmutada hermosura, cuya alma luchaba afanosamente por mantener en él un último hálito de vida.

Dos sentimientos antagónicos, pero no contradictorios, llegaron a mi espíritu, estremeciéndolo: uno, el de mi natural curiosidad que siempre me ha llevado hacia los objetos y situaciones desconocidas, tratando de aprehender sus esencias, obviando, a veces muy imprudentemente, los peligros aparentes u ocultos que en dicha búsqueda pudieran surgir. Pero, generalmente, las satisfacciones y enriquecimientos que acababa obteniendo de esos encuentros y mis atrevimientos, me compensaban sobradamente para proseguir en esta línea de comportamiento. Al fin y al cabo la imaginación tiene algunos de sus mejores alimentos en lo insólito e imprevisto, en el poder de conmoción que ellos tienen.

El otro sentimiento, casi inédito en mí, fue el de una especie de temblor numinoso, de pavor ante el misterio, una agitación que yo atribuí – yo y mi galopante imaginación- producida por fuerzas extranaturales que emanaba la casa, como si de una aparición –y, en realidad, lo era- se hubiese tratado. Y esas fuerzas alimentaron vigorosamente mi anhelante curiosidad.

Rodeé la casa con dificultad. Zarzas y malezas cubrían con profusión el sendero, a trechos aún con restos de pavimento que, a modo de acera, circundaba la repentina mansión. Encontré la entrada principal en la fachada opuesta a aquella por la que había llegado. Una pequeña escalinata accedía a una especie de porche que enmarcaba la puerta de raídas maderas, acceso principal a la morada. Todas las ventanas y la puerta misma se encontraban cerradas. Algunas contraventanas, desprendidas de sus goznes, se empotraban con resistencia heroica, cancerberos desencajados, en el hueco en el que antes impedían la entrada a la luz del sol.

Con la misma irracional determinación con la que un revolucionario se dirige a la barricada dispuesto a morir por sus ideas, así yo me encaminé de nuevo hasta la puerta de entrada a la casa. Ya sabía que estaba cerrada, pero, por el estado de putrefacción en el que me pareció que se encontraba, no me sería difícil acceder al interior. No obstante la puerta no estaba cerrada como yo creía. Una pequeña abertura entre sus dos hojas, que no advertí al principio, me animó a empujar suavemente una de ellas, en la cual, milagrosamente, aun se encontraba fijado un llamador de hierro fundido, representando una cabeza de león de cuyas fauces abiertas emergía la anilla que permitía su accionamiento.

Me pareció que la puerta, más que abrirse por la fuerza de mi empuje, era ella la que me arrastraba, como si mi mano se hubiese adherido a la carcomida madera y con una suavidad que impedía cualquier alarma por mi parte, me conducía hacia un universo que yo intuía familiar, aunque doliente. Me recibió el ruido entrecortado del aleteo de pájaros, sorprendidos en su reposo por la eclosión luminosa que se produjo al entreabrirse la hoja de la puerta. Con un gesto meramente reflejo me volví y cerré casi por completo aquella irrupción brillante del mundo exterior en esta especie de placenta tibia y ordenada, adormecida en un espacio atemporal, en la que yo adquiría una clara conciencia de intruso, al mismo tiempo que me parecía percibir una benévola bienvenida.

Delgadísimos hilos de luz polvorienta, filtrados desde los mil y un intersticios que existían en techo y paredes daban al recinto una penumbra irreal, distorsionando las dimensiones y proporciones de la habitación. Aquella mínima iluminación, no obstante, me permitió distinguir algunos muebles desvencijados, restos de cortinajes raídos, los artesonados del techo, que en su día debieron ser ricos y bien tallados...
En ese momento creí haber penetrado en un archivo insospechado de olvidos y nostalgias, en un museo de agonías de las formas y colores que algún día fueron la esencia, no sólo el decorado, de la vida en aquella casa. Yo no debía estar allí, no debía profanar ese comienzo de eternidad que allí se fraguaba.

Me dispuse a volver sobre mis pasos, sin continuar el recorrido por las que debían ser el resto de las dependencias -¿cómo serían la cocina, los dormitorios? ¿Habría biblioteca? ¿Quedarían libros como para hacerse una idea de los gustos y aficiones de los antiguos moradores? Mi imaginación volaba y el ritmo de mi pulso se aceleraba exageradamente. Pero debía salir: aquel mundo no me pertenecía y algo inmaterial, algo como invisibles velos protegía el espíritu de la casa de mis curiosidades.

Cuando alcanzaba la salida un tenue sonido, imperceptible casi, un a modo de acorde sostenido emitido por algo parecido a una armónica de cristal paralizó mi movimiento.
El sonido comenzó a modularse, variando asimismo su intensidad. El polvo en suspensión que flotaba casi estático en los delgados hilos de luz comenzó a agitarse rítmicamente con las sutiles variaciones de aquel sonido. Busqué en la penumbra el origen de aquella especie de melodía, de aquel “glissando” inefable que me perturbaba, al tiempo que extendía un sosiego indescriptible por todo el recinto.

- Oh, Arturo, por fin has vuelto...

La armoniosa melodía se había concretado en palabras: mejor dicho, en espíritu de palabras. En ese momento me sentí inmerso en un nuevo espacio, reestructurado, infinitamente calmo y tranquilizador. Las guedejas de polvo que flotaban en los pequeños haces de luz desaparecieron, dejándolos prístinos y precisos, como ordenados en una suerte de pentagramas oblicuos. Advertí que las marcas de luz que se proyectaban en el suelo definían un a modo de camino luminoso, una senda de luz por la que yo debía avanzar. Aquello era como un latido más de esta recién iniciada vida, una vida fuera de mí, pero que me poseía, me envolvía en tersuras y suavidades desconocidas para mí y, sin embargo, tan inconscientemente deseadas, ahora lo sabía.

- Arturo, tanto tiempo...

Una especie de bulto indefinido, una bruma opaca, con rítmicos brillos que recorrían sus imprecisos contornos pareciendo nacer de su interior, una amalgama de formas que al fluir desde su rincón hasta mi retina producían en ésta la inequívoca imagen de una mujer, una mujer laxamente recostada sobre una desvencijada silla de ruedas. Pero en aquel mundo irreal e inconsistente que estaba percibiendo, en el que no sabía por qué azar me encontraba, mis palabras, la materialización de los sonidos que ahora debía pronunciar, eran una contradicción tan evidente que guardé silencio. Pero aquel era mi nombre y alguien, bien que adimensional, etéreo, pero que podía concretarse para mí mediante mis percepciones normales y conmover desde allí lo más profundo de mi alma, alguien me llamaba y yo sentía la urgencia totalmente física de acercarme hasta aquella inexpresable fuente de sonido. Quizá en su proximidad, en una cercanía que yo no sabría elucidar en sus dimensiones, una nueva reorganización del tiempo y del espacio me permitirían acercarme a la esencia del misterio. No tenía la menor conciencia de temor: sólo la intuición de la maravilla.

- Acércate, Arturo. ¿Cómo puedes temerme? Sí, soy yo. Soy Martina, la compañera de Manoel, el marinero portugués. Tu criatura, aunque hace tanto tiempo que, al parecer, ya me has olvidado. Me creaste para uno de tus cuentos. Me dejaste en mi silla de ruedas allá en Peniche, junto a las brumas del Atlántico. Yo se bien –porque entonces estaba dentro de tí, como tú ahora estás dentro de mí- que tenías para mí una vida más larga, no se si venturosa, porque, al menos, me creaste amada, inválida, pero amada. Y eso siempre es augurio de ventura. Pero enseguida me olvidaste. Y a Manoel. Ya se: los creadores sois así. Seguiste pariendo -eso sí: sin mucho dolor- otros personajes. Quizá estén por aquí, en otras habitaciones. La casa es grande y espaciosa. Yo, desde este rincón, a veces oigo sonidos, especie de quejidos, algo que parecen risas. Pero no deben ser risas. Porque tus criaturas casi siempre fueron amargas, tristes, en cierto modo reflejo de tí mismo.
Pero no sólo estamos aquí algunos de tus personajes, aquellos que creaste con intención de futuro. Hay muchos más, de otros muchos creadores, toda gente bien intencionada, pero abúlica, como tú, Arturo. Inconstantes, con falta de madurez, para los que fuimos apenas pequeños juguetitos. Yo, y tantos otros de los que aquí estamos, hubiésemos querido ser personajes acabados, redondos en su avatar y en su andadura, no apenas un bosquejo mal pergeñado. Pero así hemos sido, como el trasunto de vuestra propia vida.
¿Por qué esta casa, esta especie de almacén de nebulosas? No lo se, Arturo. Quizá quienes la hicieron también se cansaron de ella y apenas terminada la olvidaron. Quizá también sea un sueño inacabado. Tú, mejor que nosotros, tienes la respuesta.

Un abotargamiento general iba invadiendo mi cuerpo y mis sentidos. Tal vez fuese por el frío que, en esos primeros días del otoño, iba dejándose sentir ya con intensidad. Había perdido completamente la conciencia del tiempo. Los delgados hilos de luz iban apagándose paulatinamente y la senda luminosa que me había dirigido hasta aquel rincón se había desdibujado en el suelo. Ahora todo era niebla, una fría y tenue niebla en la que yo mismo parecía disolverme. La sutil, inefable música, ese espíritu del sonido que había sido la voz de Martina también se diluyó insensiblemente. Ahora todo era oscuridad y silencio.

Puede que esa fuese la dimensión temporal del infinito. Quizá partiendo de ese instante inicial en el que la casa se me apareció a la vuelta de un recodo había transitado por uno de los ciclos del tiempo circular que fabula Borges y sesudamente estudia Eliade en sus fuentes. Quizás. Lo cierto es que estaba de nuevo en el punto exacto de la fachada posterior en el antes me encontraba.

Rodeé nuevamente el macilento caserón hasta llegar frente a la puerta de la casa. Las mismas zarzas, el mismo pavimento ruinoso y desdentado: yo tenía una conciencia clara y precisa de cuanto allí había vivido hacía apenas... ¿unos minutos? ¿una hora? ¿un eón?.

Así con fuerza la silenciosamente rugiente cabeza del llamador y me dispuse a aporrear su base metálica, pero me quedé con la pieza en la mano. La carcomida madera no resistió la violencia de mi gesto. Oí ladridos de perros que furiosamente trataban, desde el interior, alejar a cualquier inoportuno visitante. Miré hacia lo alto. No se oía ningún ruido: ni el piar vespertino de los pájaros, ni el siseo del viento al trizarse entre las hojas. Sólo algún ladrido rezagado que, como un relámpago escarlata, se perdía en el sotobosque. La tarde parecía haberse detenido en alguno de esos momentos de paz y de silencio con los que el día se relaja de sus tensiones antes de abandonarse en el amor de la noche. Sonreí, recordé nuevamente a Borges y reanudé mi camino -la casa a mis espaldas- perdiéndome enseguida en alguna de mis felices ensoñaciones.

sábado, 4 de octubre de 2008

TRÁNSITO

¿De que cuerpo mi cuerpo

fue desgarrado un día?

¿Desde que aliento mi alma

vino a ocuparlo, inerme?

¿Quién, cruel demiurgo,

dejó la razón en mi equipaje,

y el oscuro sentimiento

de que existo a mi pesar?

¿Y la palabra, mis palabras

sus palabras?

El odio, la ambición y la lujuria

están bien como armas primordiales,

pero también se me han dado

el amor y la ternura y la emoción de la belleza.

Y, sobre todo, la duda,

esa informe oscuridad que me rodea,

trágico juego de espejos,

laberinto esencial donde transito.

Y así, criatura de un Creador

que me ha animado y que me anula

me siento a la orilla de mi vida

extendiendo una mano mendicante

de certezas.

Quizá un poco de amor

Fuera bastante.

CALVARIO

Miro a través del ojo de mi mano
Hendida por el rústico clavo de la pena.
Mano amante, hoy descolgada
De la ominosa cruz del sacrificio.
Miro a su través y veo un mundo
Nimbado de rojo por mi sangre
¿Qué fue de aquel verde, artificio de esperanza?
¿Qué del amarillo, del violeta, del azul?
También en el costado,
Donde, como a Miguel, se agrupa mi dolor,
Ha nacido otro cráter silencioso
Aureolado con la espuma de la insidia.
Alguien, no se cuando,
me dejó en el borde del camino.
Se llevaron mi cruz, a la que amaba.
Me han dejado solamente los estigmas.
Pero, al menos, vosotros, los felices,
Permitidme volver hasta la cima
De ese mi calvario deseado.
Quizá en su cumbre pedregosa aun me espere,
Paciente y amorosa, María, la de Magdala,
Para cubrir con su manto mi agonía.

RETRATO DE MI AMADA CON FIGURA DE HIPERBOLA

Los pechos desvestidos, hermosos como labios leporinos,
se desgranan en inacabables series
que pretenden alcanzar la canónica forma de la hipérbola,
como brazos extendidos a la nada.
En el foco -de la hipérbola, rama superior-
el narcorrostro,golpeado por cabellos como arpas,
cuyas armonías penetran en los ojos, ojos verdes,
-del color de la rana de San Antonio,
santo patrón de los Enamorados-
del color de la lujuria y de las bilis del alba.

Por lo demás, el correcto óvalo incinerado e incierto,
tantas veces venerado, siempre me trae, al contemplarlo,
recuerdos de cementerio, de las atroces fotos que, sepias,
contienen como placentas a los seres retratados.
Y en exacta simetría, de nuevo el foco
-de la hipérbola, rama inferior-
es ocupado por el dicotiledóneo fruto de un sexo,
carnal aunque descarnado,
fuente de antiguos flujos, tantas veces libados,
en exacta homología con las veneraciones del incinerado e incierto rostro ovalado.
Y penetrando en la nada, sus piernas,
que me entrelazan y me arrastran y me hunden en la tierra
,como asíntotas quebradas,
desmontadas de sus ejes,
ajenas a las mañanas.
Pero amo este sexo, arco fajón de mi vida,
en cuya clave dorada se lee aquella inscripción:
(LASCIATE OGNI SPERANZA, VOI, Q`ENTRATE...)

STRIP TEASE



Anoche deshojé una margarita.
Uno a uno, lentamente,
fui arrancando sus blancos y suaves pétalos.

Mientras, ella aullaba de dolor:
Siiii...
Un lacerante alarido se enhebraba en los pliegues de mi alma.
Noooo...
Un pavoroso rugido, tal que el trueno que retumba entre las rocas,
trizaba mis pupilas, como vidrio de Bohemia.

Después del último sí
ella recogió amorosamente sus hojitas
y, trémula de pasión,se abrazó fuertemente a mí.

Arrepentido, busqué entonces,en todos mis diccionarios,
aquellas tiernas palabras para expresar mi tristeza.
Pero no las encontré.

Y es que estos modernos glosarios,
vienen siendo más bien parvos
en el léxico de los vocablos de amor.