sábado, 29 de noviembre de 2008

SONETO


Orgullosamente muestran su blancor,
Toscas coberturas de la piel obrera,
Sobre el blanco enjalbegado, cegador:
Telas rudimentarias, tapias someras.

Pobres gallardetes del humano ardor,
Lienzos pacientes que enjugan humores,
Lavados por manos de mujer/amor
Callosas de tanto aliviar dolores.

Retazos raídos de las lujurias
Simples y nocturnas; elementales/
Asuetos. Flores entre la penuria.

Su dueño ignorado araña jornales
Con mano sumisa: sin odio ni furia
Viste los colgajos íntimos y albares.

viernes, 14 de noviembre de 2008

LA OSCURIDAD

Como cada tarde, al comenzar la catarata de neones en la ciudad, el hombre abandona su trabajo en la luminosa oficina. Sistemático, organizado, mecánico en sus gestos, ordena sus papeles, comprueba una vez más que el ordenador está bien apagado, coloca los pequeños utensilios con esa precisión enfermiza que es el trasunto de su talante dogmático, rigurosamente cartesiano. Mira la fotografía de su familia -cuánto tiempo ha pasado desde entonces- y, pausadamente, con el ritmo monótono de la rutina sale del despacho.
El hombre vive solo, en un apartamento frío, pero confortable, próximo a la zona de negocios, donde trabaja. Le gusta caminar para volver a casa. En esos trazos de tiempo que son sus desplazamientos se siente como envuelto en una especie de humanidad prestada, ajena a su propia, casi yerta humanidad. Primero, al deambular por las calles vivamente iluminadas, retazos de conversaciones, alegres risas, van, como en un bombardeo previo, desmontando la entumecida rigidez de sus pensamientos, todos de orden práctico y vinculados a su trabajo. Luego cruza un parque, ya sombrío, y algún trino retardado de los escasos petirrojos le cala suavemente hasta la periferia del alma; a veces se estremece.
Hoy el hombre no percibe esas tibias sensaciones. Algo duro, opaco y frío parece envolverle en lugar de la cálida frazada de otros días. No hay risas; las luces se han entibiado y ningún travieso pajarillo rompe con un alegre gorjeo el melancólico caminar del hombre. Su sombra parece espesarse y agrandarse alrededor suyo. Es como si caminase pesadamente, con una dificultad cada vez mayor, por un pavimento de asfalto reblandecido, que lo succiona hacia algo que el hombre intuye como la nada.
La noticia le llegó cuando se enfrascaba en aquel informe que no conseguía hilvanar. Al parecer el coche no pudo evitar el impacto. Su ex-mujer falleció en el acto. Fue al salir de la escuela, a mediodía. Cuando colgó el teléfono sintió una especie de nebulosa en los ojos y una fría, plomiza lluvia dentro de su pecho. Pero se recuperó enseguida. El informe. Tenía que entregarlo antes de la noche.
Al llegar a casa no encendió la luz. La oscuridad de la noche se extendió también por todo su interior. Ahora no piensa. No siente. Es su propio cadáver, laxamente tendido en aquel cómodo sofá. Y en esa oscuridad en la que vive desde que ella lo abandonó-cuánto tiempo ha pasado desde entonces- se ha apagado una última, tenue lucecita.

lunes, 3 de noviembre de 2008

PRODUCTOS DE IMPORTACION

El detective Mcagüen contempló el borrón que lentamente iba extendiéndose en el centro del papel secante de su escritorio. Con su habitual parsimonia, Mcagúen volvió a colocar la caperuza de cierre a su estilográfica, mientras murmuraba: -" Hay que joderse con las estilográficas de los chinos, no valen ni para...".

Recorrió una vez más, perimetralmente, el estrecho cubículo que era su despacho, donde se apilaban sin el menor orden montañas de revistas, libros, botellas vacías y una retahíla de objetos diversos, en su mayoría inutilizados o absurdos, como paraguas, fotos antiguas de boxeadores y caballos y un pequeño búcaro en el que depositaba, con sorprendente asiduidad, las monedas de menos de cinco céntimos que podía recoger durante el día, como cambio en sus escuetas compras.


Finalmente, el detective Mcagüen se sentó en la extremidad menos atiborrada de la mesa de trabajo, no sin antes arrojar al suelo de un manotazo varios ejemplares del Código Civil que un cliente, en un rasgo de irónico desprecio, le envió como pago de honorarios. Decididamente, el detective no tenía sentido del humor.

Desde aquel improvisado asiento volvió a mirar la mancha de tinta que seguía ampliándose, concéntricamente, por la superficie del papel secante, mientras recordaba la noche anterior y la tormentosa escena con su amante del momento, la suave Molly.Molly con su molicie le enervaba y, a la vez, le excitaba las pasiones más protervas. -"Molly, me tienes hasta los c... ¿Cuándo te levantarás de la p... cama y limpiarás un poco la casa?"

"La casa" era el tabuco que le servía de despacho y una exigua (y contigua) habitación, en la que la Molly ejercitaba el mayor de sus placeres: dormir. La noche anterior, Mcagüen llegó bebido y con ganas de ejercer de macho con la Molly, pero ella dormía profundamente y no estaba por complacerle en sus elementales apetitos. Gritos, sollozos, golpes y, finalmente, la Molly rodó por el suelo como un guiñapo. Curiosamente, como ahora en el papel secante, un borrón de color rojo oscuro iba extendiendose por su raído camisón, entre sus pequeños pechos.

-"Hay que joderse, murmuraba entonces Mcagüen, estas p... estilográficas de los chinos no sirven para escribir, pero hay que ver cómo se clavan."-

Y trató de seguir escribiendo su declaración para la policía, esta vez con bolígrafo, antes de pegarse un tiro en la boca.

EL ICOSAEDRO


Cuando despertó el icosaedro yo aún seguía allí. Como cada mañana me saludó con sus veinte sonrisas, devolviéndome la que yo le dirigí. Me gusta, durante la noche, verlo brillar como un bello holograma iluminado por la amarillenta luz de las farolas. Me gusta el contraste de su figura rotunda, geométricamente pura, facetada como un extraño y gigantesco diamante, frente a un bargueño español del siglo XVIII, delicadamente tallado y con taraceas de marfil. Es -el bargueño- una joya proveniente, según la tradición familiar, de un antepasado, arcabucero que hizo fortuna en las colonias y que de vuelta a España mandó construir un hermoso palacio en la plaza mayor de su pueblo, deshabitándose ambos, el pueblo y el palacio, con el éxodo rural a las ciudades. Su último morador dicen que fue una vieja con aspecto de bruja, tatarabuela de mi generación, cuyo marido fue ajusticiado por persistir y no abjurar de determinadas ideas consideradas heréticas por los jueces eclesiásticos que le dictaron sentencia. Aunque por lo que he llegado a saber por los viejos pergaminos, carcomidos y polvorientos que aún existen en el archivo del palacio, donde románticamente viví muchas ensoñaciones en los veranos de mi juventud, realmente mi tatarabuelo fue un afrancesado, adicto a las ideas de la Revolución, execrado y arrinconado por sus paisanos que, además, lo envidiaban y codiciaban sus posesiones.


Un día llegué con mi icosaedro a casa. Mi situación era ya precaria y los últimos lujos familiares me fueron abandonando, uno a uno, en un incesante e irreversible desfile, camino de anticuarios poco escrupulosos, chamarileros y quincalleros que sacaron buenos dineros de mis necesidades. Pero hoy me resisto a desprenderme de esas dos últimas pertenencias. Sobre todo de la geometría singular, hermética, con la belleza de un sólido platónico de mi icosaedro. Durante estos años en los que hemos convivido ha sido testigo múltiple y solitario de mi decadencia y, conjugando soledades, hemos llegado a establecer una sintonía por encima de nuestras tan opuestas materialidades. En realidad, hace ya tiempo, el icosaedro me ha absorbido y ahora vivo en su interior, donde gozo de todas sus armonías, conozco y disfruto de todas las proporciones áureas de sus polígonos y puedo ver reflejado en mí ese mundo exterior, que me ha disuelto y rechazado, desde veinte perspectivas diferentes, algunas, incluso, optimistas.
Y es que realmente, ahora lo se, yo soy el icosaedro.

REGRESO

allí están la ciudad y los comienzos
allí empieza el final
-no ladres, perro-
me acerco cautelosamente
en la ciudad no hay otoños
no crujen mis pies descalzos
con las hojas moribundas
quiero llegar a la plaza de la pequeña iglesia
la que en su puerta tiene el eterno obituario
me acerco cautelosamente
pero las piedras no duermen
las piedras de la vieja torre
las piedras que dan paso a los carros trepidantes
las piedras que dan voz
a las aguas de la fuente
vigilan mi lento caminar
como una sombra desgajada
de alguien que no es
nunca visteis los ojos silenciosos de las piedras
pero ellos nos vigilan
sus retinas de sílice
están detrás de la fugaz lagartija
y contemplan cómo
me acerco a la plaza antigua
la de la pequeña iglesia
donde aún quedan los ecos de mis juegos
allí risas, allí el murmullo de las viejas
las ventanas con claras murallas de hierros
celan la luz y las miradas
detrás sigue estando ella
-o quizás no, es tan antigua la plaza-
llegué: aquí empieza el final
en las viejas piedras verdes
en el eco nocturno de las risas, de sus risas
quiero descansar detrás de las herradas ventanas
dormir en el vuelo de los vencejos
morir en el agua callada de la fuente
tumbarme al lado de ella
escuchar juntos el murmullo de las viejas
-pero, tal vez, ella no esté
es tan antigua la plaza-
descansar de mi pequeña muerte
y seguir de nuevo hasta el principio.