domingo, 5 de abril de 2009

LA ANTESALA

No me sentía exactamente enfermo. Era una especie de abulia, de cansancio espiritual, una cierta desgana de vivir. Quizás fuese una de esas pequeñas depresiones tan habituales en mí últimamente, desde que lo perdí todo. Desde luego que tenía muy presente, en todo momento, que esta pérdida de todo mi bagaje material, había sido algo consciente y voluntario; una especie de compromiso vital para el final de mi vida. Había alcanzado una especie de estado de gracia y no quería que nada terrenal fuese obstáculo que lo enturbiase. Ahora sólo quedaba esperar.
Había anochecido. A través de las callejas casi a oscuras del barrio viejo me dirigía, como cada noche, a mi pequeña guarida, a aquel sotabanco austero, pero confortable, donde vivía, rodeado de la media docena de recuerdos entrañables, aquellos que marcaban los momentos de goce y sufrimiento más álgidos en el columpio de mi peripecia vital: un crucifijo tosco, que recuperé de la tumba de mi padre; la fotografía que inmortalizó el primer beso que di al que fue el gran amor de mi vida; una reproducción del retrato de Francesca Tuornabuoni, del Ghirlandaio, que conservaba desde mis tiempos de estudiante; y mis libros, que ocupaban con mi particular desorden todos los rincones del cuarto.

Llegué a una pequeña placita. Me llamó la atención un nuevo local, apenas iluminado por un escueto rótulo de neón: "La Antesala". Pensé que era alguno de los sórdidos pubs que proliferaban por la zona, donde jóvenes estudiantes buscaban en esos perecederos refugios intimidad y un empírico sueño de bohemia. A la puerta, un tipo fortachón y malhablado me miró de arriba a abajo: "Tú, abuelo; creo que debieras pasar a disfrutar un rato. Esto es exactamente lo que estás necesitando, qué cojones..."

En cualquier otra circunstancia me habría enfrentado al tipo, pero ahora una fuerza extraña me impulsó a cruzar la entrada. El interior era el estereotipo que yo esperaba: Oscuro, apenas puntuado por lucecitas irregularmente repartidas, humo... Alguien me pidió que me sentase a su lado. Una sombra con contornos que levemente recordaban los de una mujer hermosa; unos ojos profundos, pero no inquietantes; un perfume sutil, extraterrenal. "Aquí estarás bien. Toma mi mano y no tengas miedo. Tú has preparado bien el viaje". En una especie de pantalla, sobre la pared, empezaron a desfilar imágenes que me resultaban enternecedoramente, desgarradoramente familiares. Y una dicha inenarrable me fue adormeciendo lentamente, lentamente, lentamente....