jueves, 9 de febrero de 2012

FINAL DE PARTIDA

Se terminó el tiempo, nuestro tiempo.

La luz ya se hace tenue, indicando

que hay que abandonar el campo de la batalla.


Aquí yace, tan bello, el derrotado.

Mirad su armadura, pavonada con negro silencio.

Mirad al victorioso, aun incrédulo.


Largas horas de combate,

no menos cruel por incruento,

han dejado solitario al adalid.


El tiempo, que ahora termina,

ha arrebatado con la parsimonia cruel

del que es siempre ganador,

a los reyes su corte abigarrada.


Aquí, en oscura zona de nadie,

están los callados peones, abatidos en inane sacrificio,

las torres de almenas desmanteladas,

los esquivos caballos con sus finas gualdrapas desgarradas.


Allí los alfiles orgullosos y sus ballestas inertes.

Y más allá las reinas, destronadas, sin amor sacrificadas.

Ahora descansan todos, esperando el tiempo nuevo,

mientras la luz los disuelve en témpanos de silencio.


Es rutina la batalla

y los que luchan no entienden su oscuro significado:

ni siquiera sueñan o esperan ese golpe último

que los llevará fuera del tiempo.


Pero dentro de la luz sigue implacable el tic-tac,

y la muerte va ampliando su presencia.

Porque se acaba el tiempo, nuestro tiempo.


Mientras las sombras renacen sobre el estéril campo de batalla

-nunca la roja sangre florecerá en este suelo-

sólo la presencia altiva del adalid victorioso

recuerda al extraño ballet tejido con muerte o sueño.


Bajo la luz que agoniza

el campeón exhibe ante la nada su trofeo más siniestro:

la soledad de la muerte.



CLARIDAD


Oh, claridad sedienta de una forma,

Claudio Rodríguez



Aún está caliente el aire iluminado por tu sueño,

justo entre el amanecer y los quicios de esta puerta.

Porque sólo eres ya el hueco dejado por tu aroma,

disuelta en la claridad, como un pálido arco iris.


Solo te bebí un momento, antes que abrieses la puerta,

en el umbral sigiloso de mi ser animal, ignaro,

antes de saber de las soledades de las tierras áridas.

Tampoco sabía de estrellas o de altas nubes preñadas.

La puerta, antes de llegar tú,

estuvo siempre cerrada.


Y yo, cilicio o tierra, confundido en la penumbra,

antesala plácida de las cuajadas tinieblas,

sufridor inconsciente de ajenos clavos y espinas,

construía en la noche mis augurios, dibujados

con las leves líneas de luz que me llegaban.

¿Cómo iba a imaginarte?


Hasta que abriste esa puerta

como quien abre una herida al tiempo.

Llegaste, guadaña o río, tronzando todos mis sueños.

Aún sin forma ni presencia, pues te faltaba la luz

con la que yo, línea a línea, madrugada a madrugada,

te había hecho vigilia y acto.


Me levanté, como hombre,

de la tierra en que yacía, para acogerte,

antes que la claridad te eligiese como carne

y ávida te disolviese.

Esa luz altísima y tan pura, que me trasmina y me ciega

llevándose las ofrendas y los días.


Te busqué, cegado por la luz nueva,

por los viejos rincones de mi mundo.

Pero ya mis ojos eran piedra

y todos mis pulsos arena.

Una vez más, ya no eras; una vez más.


Oh, claridad ¿cuando te saciarás de mis sombras?