lunes, 3 de noviembre de 2008

EL ICOSAEDRO


Cuando despertó el icosaedro yo aún seguía allí. Como cada mañana me saludó con sus veinte sonrisas, devolviéndome la que yo le dirigí. Me gusta, durante la noche, verlo brillar como un bello holograma iluminado por la amarillenta luz de las farolas. Me gusta el contraste de su figura rotunda, geométricamente pura, facetada como un extraño y gigantesco diamante, frente a un bargueño español del siglo XVIII, delicadamente tallado y con taraceas de marfil. Es -el bargueño- una joya proveniente, según la tradición familiar, de un antepasado, arcabucero que hizo fortuna en las colonias y que de vuelta a España mandó construir un hermoso palacio en la plaza mayor de su pueblo, deshabitándose ambos, el pueblo y el palacio, con el éxodo rural a las ciudades. Su último morador dicen que fue una vieja con aspecto de bruja, tatarabuela de mi generación, cuyo marido fue ajusticiado por persistir y no abjurar de determinadas ideas consideradas heréticas por los jueces eclesiásticos que le dictaron sentencia. Aunque por lo que he llegado a saber por los viejos pergaminos, carcomidos y polvorientos que aún existen en el archivo del palacio, donde románticamente viví muchas ensoñaciones en los veranos de mi juventud, realmente mi tatarabuelo fue un afrancesado, adicto a las ideas de la Revolución, execrado y arrinconado por sus paisanos que, además, lo envidiaban y codiciaban sus posesiones.


Un día llegué con mi icosaedro a casa. Mi situación era ya precaria y los últimos lujos familiares me fueron abandonando, uno a uno, en un incesante e irreversible desfile, camino de anticuarios poco escrupulosos, chamarileros y quincalleros que sacaron buenos dineros de mis necesidades. Pero hoy me resisto a desprenderme de esas dos últimas pertenencias. Sobre todo de la geometría singular, hermética, con la belleza de un sólido platónico de mi icosaedro. Durante estos años en los que hemos convivido ha sido testigo múltiple y solitario de mi decadencia y, conjugando soledades, hemos llegado a establecer una sintonía por encima de nuestras tan opuestas materialidades. En realidad, hace ya tiempo, el icosaedro me ha absorbido y ahora vivo en su interior, donde gozo de todas sus armonías, conozco y disfruto de todas las proporciones áureas de sus polígonos y puedo ver reflejado en mí ese mundo exterior, que me ha disuelto y rechazado, desde veinte perspectivas diferentes, algunas, incluso, optimistas.
Y es que realmente, ahora lo se, yo soy el icosaedro.

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