viernes, 14 de noviembre de 2008

LA OSCURIDAD

Como cada tarde, al comenzar la catarata de neones en la ciudad, el hombre abandona su trabajo en la luminosa oficina. Sistemático, organizado, mecánico en sus gestos, ordena sus papeles, comprueba una vez más que el ordenador está bien apagado, coloca los pequeños utensilios con esa precisión enfermiza que es el trasunto de su talante dogmático, rigurosamente cartesiano. Mira la fotografía de su familia -cuánto tiempo ha pasado desde entonces- y, pausadamente, con el ritmo monótono de la rutina sale del despacho.
El hombre vive solo, en un apartamento frío, pero confortable, próximo a la zona de negocios, donde trabaja. Le gusta caminar para volver a casa. En esos trazos de tiempo que son sus desplazamientos se siente como envuelto en una especie de humanidad prestada, ajena a su propia, casi yerta humanidad. Primero, al deambular por las calles vivamente iluminadas, retazos de conversaciones, alegres risas, van, como en un bombardeo previo, desmontando la entumecida rigidez de sus pensamientos, todos de orden práctico y vinculados a su trabajo. Luego cruza un parque, ya sombrío, y algún trino retardado de los escasos petirrojos le cala suavemente hasta la periferia del alma; a veces se estremece.
Hoy el hombre no percibe esas tibias sensaciones. Algo duro, opaco y frío parece envolverle en lugar de la cálida frazada de otros días. No hay risas; las luces se han entibiado y ningún travieso pajarillo rompe con un alegre gorjeo el melancólico caminar del hombre. Su sombra parece espesarse y agrandarse alrededor suyo. Es como si caminase pesadamente, con una dificultad cada vez mayor, por un pavimento de asfalto reblandecido, que lo succiona hacia algo que el hombre intuye como la nada.
La noticia le llegó cuando se enfrascaba en aquel informe que no conseguía hilvanar. Al parecer el coche no pudo evitar el impacto. Su ex-mujer falleció en el acto. Fue al salir de la escuela, a mediodía. Cuando colgó el teléfono sintió una especie de nebulosa en los ojos y una fría, plomiza lluvia dentro de su pecho. Pero se recuperó enseguida. El informe. Tenía que entregarlo antes de la noche.
Al llegar a casa no encendió la luz. La oscuridad de la noche se extendió también por todo su interior. Ahora no piensa. No siente. Es su propio cadáver, laxamente tendido en aquel cómodo sofá. Y en esa oscuridad en la que vive desde que ella lo abandonó-cuánto tiempo ha pasado desde entonces- se ha apagado una última, tenue lucecita.

No hay comentarios: