
Y otra vez mi madriguera recibió el regalo de su piel oscura y de sus labios empapados con el rancio sabor del trópico. De nuevo sus dedos cerraron delicadamente mis párpados para que la torpe escenografía no se inmiscuyese en el refinado desgranarse de su cuerpo sobre el mío. Así, la mies estaba dispuesta para su gozosa muerte.
No recuerdo si la luna, hierática y clara, nimbada con el halo frío de las noches de tragedia, recorría su curva, cotidiana trayectoria. Se que afuera estaba el mundo, el otro mundo que no era ella. Que llegaban hasta mí, apenas percibidos entre sus gemidos y los secos crujidos de las tablas, los apagados golpes de las olas contra el acantilado y que hicimos de ellos el bajo continuo de nuestra cantata de pasión.
Pero sí: la luna nos vigilaba con su ojo de lechuza. Ahora recuerdo el brillo de sus muslos sudorosos, muslos tersos y morenos, que la luz lunar había transfigurado con la extraña y lechosa coloración de las estatuas antiguas.
Apenas recuerdo nada más. Las sirenas del puerto próximo anunciaban roncamente el comienzo de una nueva jornada y la claridad del orto iba ocupando los más oscuros rincones de mi pobre cuarto. Zelinda, mi Venus provisional, transmutada nuevamente en la vecina de abajo, miró compasivamente mi cuerpo aovillado en el rincón del armario, aún borracho de lujuria y de aguardiente. "Espabile, doc. Son las seis y media y a las ocho tiene que estar en el hospital. ¿Quiere que vuelva esta noche?"
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