La luz ya se hace tenue, indicando
que hay que abandonar el campo de la batalla.
Aquí yace, tan bello, el derrotado.
Mirad su armadura, pavonada con negro silencio.
Mirad al victorioso, aun incrédulo.
Largas horas de combate,
no menos cruel por incruento,
han dejado solitario al adalid.
El tiempo, que ahora termina,
ha arrebatado con la parsimonia cruel
del que es siempre ganador,
a los reyes su corte abigarrada.
Aquí, en oscura zona de nadie,
están los callados peones, abatidos en inane sacrificio,
las torres de almenas desmanteladas,
los esquivos caballos con sus finas gualdrapas desgarradas.
Allí los alfiles orgullosos y sus ballestas inertes.
Y más allá las reinas, destronadas, sin amor sacrificadas.
Ahora descansan todos, esperando el tiempo nuevo,
mientras la luz los disuelve en témpanos de silencio.
Es rutina la batalla
y los que luchan no entienden su oscuro significado:
ni siquiera sueñan o esperan ese golpe último
que los llevará fuera del tiempo.
Pero dentro de la luz sigue implacable el tic-tac,
y la muerte va ampliando su presencia.
Porque se acaba el tiempo, nuestro tiempo.
Mientras las sombras renacen sobre el estéril campo de batalla
-nunca la roja sangre florecerá en este suelo-
sólo la presencia altiva del adalid victorioso
recuerda al extraño ballet tejido con muerte o sueño.
Bajo la luz que agoniza
el campeón exhibe ante la nada su trofeo más siniestro:
la soledad de la muerte.