viernes, 17 de octubre de 2008

PASION EN EL SOTABANCO

No sólo fue su cuerpo al filo de aquel primer equinoccio. Es que aún quedaba brasa en mí y un poco de yesca oculta. O quizá fue que, aún negándola con la fuerza extranjera de un moribundo aferrado a sus últimos latidos, o la insistencia de su imagen en el fondo del espejo, renuente a abandonarla, la razón que me hizo dejar de nuevo la puerta abierta a su regreso.
Y otra vez mi madriguera recibió el regalo de su piel oscura y de sus labios empapados con el rancio sabor del trópico. De nuevo sus dedos cerraron delicadamente mis párpados para que la torpe escenografía no se inmiscuyese en el refinado desgranarse de su cuerpo sobre el mío. Así, la mies estaba dispuesta para su gozosa muerte.

No recuerdo si la luna, hierática y clara, nimbada con el halo frío de las noches de tragedia, recorría su curva, cotidiana trayectoria. Se que afuera estaba el mundo, el otro mundo que no era ella. Que llegaban hasta mí, apenas percibidos entre sus gemidos y los secos crujidos de las tablas, los apagados golpes de las olas contra el acantilado y que hicimos de ellos el bajo continuo de nuestra cantata de pasión.

Pero sí: la luna nos vigilaba con su ojo de lechuza. Ahora recuerdo el brillo de sus muslos sudorosos, muslos tersos y morenos, que la luz lunar había transfigurado con la extraña y lechosa coloración de las estatuas antiguas.

Apenas recuerdo nada más. Las sirenas del puerto próximo anunciaban roncamente el comienzo de una nueva jornada y la claridad del orto iba ocupando los más oscuros rincones de mi pobre cuarto. Zelinda, mi Venus provisional, transmutada nuevamente en la vecina de abajo, miró compasivamente mi cuerpo aovillado en el rincón del armario, aún borracho de lujuria y de aguardiente. "Espabile, doc. Son las seis y media y a las ocho tiene que estar en el hospital. ¿Quiere que vuelva esta noche?"

RECUERDOS...

Apoyándome en blandas geometrías
Arbitro y administro mis recuerdos.
Tus risas: collares de lucífugas falenas
Las noches boreales en que eras mía:
Vibrátil armonía de lavandas y luceros.
Tu mirada, huída con los últimos arpegios
Que volaron tras los otros,
Buscando los ruiseñores.
Tú y yo en la veranda. Al fondo el mar.
No me quedan más recuerdos.
Porque fuera de ti la vida sólo es tiniebla.

lunes, 13 de octubre de 2008

LA CASA

Quizás hacía mucho tiempo que estaba esperándome. Años de otoños habían resecado su tersura y lozanía.
La casa me encontró, sin advertirlo yo, a la vuelta de aquel recodo, en un estrecho sendero que nunca, antes, había transitado. A pesar de mi conocimiento de aquel bosque, por el que solía deambular sin rumbo fijo, sumido en mis cavilaciones o, simplemente, evadiéndome con vigorosas y generalmente felices ensoñaciones, jamás me había percatado de la existencia de aquella casa ni había oído hablar de su existencia. Bien es cierto que lo tupido del boscaje circundante y los restos de la antigua jardinería camuflaban a la perfección aquel rotundo caserón, de reminiscencias pala dianas, salvo por la carencia de perspectivas amplias que permitiesen al caminante gozar de sus bellas proporciones y de su elegante arquitectura.

Su aspecto abandonado, casi en ruinas, no lo hacía menos atractivo. Por la región existían varias de aquellas antiguas mansiones, rodeadas por lo general de amplios y bien cuidados campos de cultivo, a las que el paso del tiempo y el abandono de sus primeros ocupantes, en muchos casos labradores enriquecidos, cuyos descendientes vivían hoy en cómodos domicilios urbanos, los habían hecho devenir románticos despojos, en los que un halo de nostalgia envolvía los deteriorados estucos y el golpeteo accidental de alguna contraventana movida por el viento hacía pensar en los últimos latidos de un cuerpo de transmutada hermosura, cuya alma luchaba afanosamente por mantener en él un último hálito de vida.

Dos sentimientos antagónicos, pero no contradictorios, llegaron a mi espíritu, estremeciéndolo: uno, el de mi natural curiosidad que siempre me ha llevado hacia los objetos y situaciones desconocidas, tratando de aprehender sus esencias, obviando, a veces muy imprudentemente, los peligros aparentes u ocultos que en dicha búsqueda pudieran surgir. Pero, generalmente, las satisfacciones y enriquecimientos que acababa obteniendo de esos encuentros y mis atrevimientos, me compensaban sobradamente para proseguir en esta línea de comportamiento. Al fin y al cabo la imaginación tiene algunos de sus mejores alimentos en lo insólito e imprevisto, en el poder de conmoción que ellos tienen.

El otro sentimiento, casi inédito en mí, fue el de una especie de temblor numinoso, de pavor ante el misterio, una agitación que yo atribuí – yo y mi galopante imaginación- producida por fuerzas extranaturales que emanaba la casa, como si de una aparición –y, en realidad, lo era- se hubiese tratado. Y esas fuerzas alimentaron vigorosamente mi anhelante curiosidad.

Rodeé la casa con dificultad. Zarzas y malezas cubrían con profusión el sendero, a trechos aún con restos de pavimento que, a modo de acera, circundaba la repentina mansión. Encontré la entrada principal en la fachada opuesta a aquella por la que había llegado. Una pequeña escalinata accedía a una especie de porche que enmarcaba la puerta de raídas maderas, acceso principal a la morada. Todas las ventanas y la puerta misma se encontraban cerradas. Algunas contraventanas, desprendidas de sus goznes, se empotraban con resistencia heroica, cancerberos desencajados, en el hueco en el que antes impedían la entrada a la luz del sol.

Con la misma irracional determinación con la que un revolucionario se dirige a la barricada dispuesto a morir por sus ideas, así yo me encaminé de nuevo hasta la puerta de entrada a la casa. Ya sabía que estaba cerrada, pero, por el estado de putrefacción en el que me pareció que se encontraba, no me sería difícil acceder al interior. No obstante la puerta no estaba cerrada como yo creía. Una pequeña abertura entre sus dos hojas, que no advertí al principio, me animó a empujar suavemente una de ellas, en la cual, milagrosamente, aun se encontraba fijado un llamador de hierro fundido, representando una cabeza de león de cuyas fauces abiertas emergía la anilla que permitía su accionamiento.

Me pareció que la puerta, más que abrirse por la fuerza de mi empuje, era ella la que me arrastraba, como si mi mano se hubiese adherido a la carcomida madera y con una suavidad que impedía cualquier alarma por mi parte, me conducía hacia un universo que yo intuía familiar, aunque doliente. Me recibió el ruido entrecortado del aleteo de pájaros, sorprendidos en su reposo por la eclosión luminosa que se produjo al entreabrirse la hoja de la puerta. Con un gesto meramente reflejo me volví y cerré casi por completo aquella irrupción brillante del mundo exterior en esta especie de placenta tibia y ordenada, adormecida en un espacio atemporal, en la que yo adquiría una clara conciencia de intruso, al mismo tiempo que me parecía percibir una benévola bienvenida.

Delgadísimos hilos de luz polvorienta, filtrados desde los mil y un intersticios que existían en techo y paredes daban al recinto una penumbra irreal, distorsionando las dimensiones y proporciones de la habitación. Aquella mínima iluminación, no obstante, me permitió distinguir algunos muebles desvencijados, restos de cortinajes raídos, los artesonados del techo, que en su día debieron ser ricos y bien tallados...
En ese momento creí haber penetrado en un archivo insospechado de olvidos y nostalgias, en un museo de agonías de las formas y colores que algún día fueron la esencia, no sólo el decorado, de la vida en aquella casa. Yo no debía estar allí, no debía profanar ese comienzo de eternidad que allí se fraguaba.

Me dispuse a volver sobre mis pasos, sin continuar el recorrido por las que debían ser el resto de las dependencias -¿cómo serían la cocina, los dormitorios? ¿Habría biblioteca? ¿Quedarían libros como para hacerse una idea de los gustos y aficiones de los antiguos moradores? Mi imaginación volaba y el ritmo de mi pulso se aceleraba exageradamente. Pero debía salir: aquel mundo no me pertenecía y algo inmaterial, algo como invisibles velos protegía el espíritu de la casa de mis curiosidades.

Cuando alcanzaba la salida un tenue sonido, imperceptible casi, un a modo de acorde sostenido emitido por algo parecido a una armónica de cristal paralizó mi movimiento.
El sonido comenzó a modularse, variando asimismo su intensidad. El polvo en suspensión que flotaba casi estático en los delgados hilos de luz comenzó a agitarse rítmicamente con las sutiles variaciones de aquel sonido. Busqué en la penumbra el origen de aquella especie de melodía, de aquel “glissando” inefable que me perturbaba, al tiempo que extendía un sosiego indescriptible por todo el recinto.

- Oh, Arturo, por fin has vuelto...

La armoniosa melodía se había concretado en palabras: mejor dicho, en espíritu de palabras. En ese momento me sentí inmerso en un nuevo espacio, reestructurado, infinitamente calmo y tranquilizador. Las guedejas de polvo que flotaban en los pequeños haces de luz desaparecieron, dejándolos prístinos y precisos, como ordenados en una suerte de pentagramas oblicuos. Advertí que las marcas de luz que se proyectaban en el suelo definían un a modo de camino luminoso, una senda de luz por la que yo debía avanzar. Aquello era como un latido más de esta recién iniciada vida, una vida fuera de mí, pero que me poseía, me envolvía en tersuras y suavidades desconocidas para mí y, sin embargo, tan inconscientemente deseadas, ahora lo sabía.

- Arturo, tanto tiempo...

Una especie de bulto indefinido, una bruma opaca, con rítmicos brillos que recorrían sus imprecisos contornos pareciendo nacer de su interior, una amalgama de formas que al fluir desde su rincón hasta mi retina producían en ésta la inequívoca imagen de una mujer, una mujer laxamente recostada sobre una desvencijada silla de ruedas. Pero en aquel mundo irreal e inconsistente que estaba percibiendo, en el que no sabía por qué azar me encontraba, mis palabras, la materialización de los sonidos que ahora debía pronunciar, eran una contradicción tan evidente que guardé silencio. Pero aquel era mi nombre y alguien, bien que adimensional, etéreo, pero que podía concretarse para mí mediante mis percepciones normales y conmover desde allí lo más profundo de mi alma, alguien me llamaba y yo sentía la urgencia totalmente física de acercarme hasta aquella inexpresable fuente de sonido. Quizá en su proximidad, en una cercanía que yo no sabría elucidar en sus dimensiones, una nueva reorganización del tiempo y del espacio me permitirían acercarme a la esencia del misterio. No tenía la menor conciencia de temor: sólo la intuición de la maravilla.

- Acércate, Arturo. ¿Cómo puedes temerme? Sí, soy yo. Soy Martina, la compañera de Manoel, el marinero portugués. Tu criatura, aunque hace tanto tiempo que, al parecer, ya me has olvidado. Me creaste para uno de tus cuentos. Me dejaste en mi silla de ruedas allá en Peniche, junto a las brumas del Atlántico. Yo se bien –porque entonces estaba dentro de tí, como tú ahora estás dentro de mí- que tenías para mí una vida más larga, no se si venturosa, porque, al menos, me creaste amada, inválida, pero amada. Y eso siempre es augurio de ventura. Pero enseguida me olvidaste. Y a Manoel. Ya se: los creadores sois así. Seguiste pariendo -eso sí: sin mucho dolor- otros personajes. Quizá estén por aquí, en otras habitaciones. La casa es grande y espaciosa. Yo, desde este rincón, a veces oigo sonidos, especie de quejidos, algo que parecen risas. Pero no deben ser risas. Porque tus criaturas casi siempre fueron amargas, tristes, en cierto modo reflejo de tí mismo.
Pero no sólo estamos aquí algunos de tus personajes, aquellos que creaste con intención de futuro. Hay muchos más, de otros muchos creadores, toda gente bien intencionada, pero abúlica, como tú, Arturo. Inconstantes, con falta de madurez, para los que fuimos apenas pequeños juguetitos. Yo, y tantos otros de los que aquí estamos, hubiésemos querido ser personajes acabados, redondos en su avatar y en su andadura, no apenas un bosquejo mal pergeñado. Pero así hemos sido, como el trasunto de vuestra propia vida.
¿Por qué esta casa, esta especie de almacén de nebulosas? No lo se, Arturo. Quizá quienes la hicieron también se cansaron de ella y apenas terminada la olvidaron. Quizá también sea un sueño inacabado. Tú, mejor que nosotros, tienes la respuesta.

Un abotargamiento general iba invadiendo mi cuerpo y mis sentidos. Tal vez fuese por el frío que, en esos primeros días del otoño, iba dejándose sentir ya con intensidad. Había perdido completamente la conciencia del tiempo. Los delgados hilos de luz iban apagándose paulatinamente y la senda luminosa que me había dirigido hasta aquel rincón se había desdibujado en el suelo. Ahora todo era niebla, una fría y tenue niebla en la que yo mismo parecía disolverme. La sutil, inefable música, ese espíritu del sonido que había sido la voz de Martina también se diluyó insensiblemente. Ahora todo era oscuridad y silencio.

Puede que esa fuese la dimensión temporal del infinito. Quizá partiendo de ese instante inicial en el que la casa se me apareció a la vuelta de un recodo había transitado por uno de los ciclos del tiempo circular que fabula Borges y sesudamente estudia Eliade en sus fuentes. Quizás. Lo cierto es que estaba de nuevo en el punto exacto de la fachada posterior en el antes me encontraba.

Rodeé nuevamente el macilento caserón hasta llegar frente a la puerta de la casa. Las mismas zarzas, el mismo pavimento ruinoso y desdentado: yo tenía una conciencia clara y precisa de cuanto allí había vivido hacía apenas... ¿unos minutos? ¿una hora? ¿un eón?.

Así con fuerza la silenciosamente rugiente cabeza del llamador y me dispuse a aporrear su base metálica, pero me quedé con la pieza en la mano. La carcomida madera no resistió la violencia de mi gesto. Oí ladridos de perros que furiosamente trataban, desde el interior, alejar a cualquier inoportuno visitante. Miré hacia lo alto. No se oía ningún ruido: ni el piar vespertino de los pájaros, ni el siseo del viento al trizarse entre las hojas. Sólo algún ladrido rezagado que, como un relámpago escarlata, se perdía en el sotobosque. La tarde parecía haberse detenido en alguno de esos momentos de paz y de silencio con los que el día se relaja de sus tensiones antes de abandonarse en el amor de la noche. Sonreí, recordé nuevamente a Borges y reanudé mi camino -la casa a mis espaldas- perdiéndome enseguida en alguna de mis felices ensoñaciones.

sábado, 4 de octubre de 2008

TRÁNSITO

¿De que cuerpo mi cuerpo

fue desgarrado un día?

¿Desde que aliento mi alma

vino a ocuparlo, inerme?

¿Quién, cruel demiurgo,

dejó la razón en mi equipaje,

y el oscuro sentimiento

de que existo a mi pesar?

¿Y la palabra, mis palabras

sus palabras?

El odio, la ambición y la lujuria

están bien como armas primordiales,

pero también se me han dado

el amor y la ternura y la emoción de la belleza.

Y, sobre todo, la duda,

esa informe oscuridad que me rodea,

trágico juego de espejos,

laberinto esencial donde transito.

Y así, criatura de un Creador

que me ha animado y que me anula

me siento a la orilla de mi vida

extendiendo una mano mendicante

de certezas.

Quizá un poco de amor

Fuera bastante.

CALVARIO

Miro a través del ojo de mi mano
Hendida por el rústico clavo de la pena.
Mano amante, hoy descolgada
De la ominosa cruz del sacrificio.
Miro a su través y veo un mundo
Nimbado de rojo por mi sangre
¿Qué fue de aquel verde, artificio de esperanza?
¿Qué del amarillo, del violeta, del azul?
También en el costado,
Donde, como a Miguel, se agrupa mi dolor,
Ha nacido otro cráter silencioso
Aureolado con la espuma de la insidia.
Alguien, no se cuando,
me dejó en el borde del camino.
Se llevaron mi cruz, a la que amaba.
Me han dejado solamente los estigmas.
Pero, al menos, vosotros, los felices,
Permitidme volver hasta la cima
De ese mi calvario deseado.
Quizá en su cumbre pedregosa aun me espere,
Paciente y amorosa, María, la de Magdala,
Para cubrir con su manto mi agonía.

RETRATO DE MI AMADA CON FIGURA DE HIPERBOLA

Los pechos desvestidos, hermosos como labios leporinos,
se desgranan en inacabables series
que pretenden alcanzar la canónica forma de la hipérbola,
como brazos extendidos a la nada.
En el foco -de la hipérbola, rama superior-
el narcorrostro,golpeado por cabellos como arpas,
cuyas armonías penetran en los ojos, ojos verdes,
-del color de la rana de San Antonio,
santo patrón de los Enamorados-
del color de la lujuria y de las bilis del alba.

Por lo demás, el correcto óvalo incinerado e incierto,
tantas veces venerado, siempre me trae, al contemplarlo,
recuerdos de cementerio, de las atroces fotos que, sepias,
contienen como placentas a los seres retratados.
Y en exacta simetría, de nuevo el foco
-de la hipérbola, rama inferior-
es ocupado por el dicotiledóneo fruto de un sexo,
carnal aunque descarnado,
fuente de antiguos flujos, tantas veces libados,
en exacta homología con las veneraciones del incinerado e incierto rostro ovalado.
Y penetrando en la nada, sus piernas,
que me entrelazan y me arrastran y me hunden en la tierra
,como asíntotas quebradas,
desmontadas de sus ejes,
ajenas a las mañanas.
Pero amo este sexo, arco fajón de mi vida,
en cuya clave dorada se lee aquella inscripción:
(LASCIATE OGNI SPERANZA, VOI, Q`ENTRATE...)

STRIP TEASE



Anoche deshojé una margarita.
Uno a uno, lentamente,
fui arrancando sus blancos y suaves pétalos.

Mientras, ella aullaba de dolor:
Siiii...
Un lacerante alarido se enhebraba en los pliegues de mi alma.
Noooo...
Un pavoroso rugido, tal que el trueno que retumba entre las rocas,
trizaba mis pupilas, como vidrio de Bohemia.

Después del último sí
ella recogió amorosamente sus hojitas
y, trémula de pasión,se abrazó fuertemente a mí.

Arrepentido, busqué entonces,en todos mis diccionarios,
aquellas tiernas palabras para expresar mi tristeza.
Pero no las encontré.

Y es que estos modernos glosarios,
vienen siendo más bien parvos
en el léxico de los vocablos de amor.